hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre
compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno,
llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida y muerto
naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide
Hamete Benengeli le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete
puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por
ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de
su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma:
–Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada
péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te
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