–Pues tú te hallas con tan buena disposición –dijo don Quijote–, el cielo te ayude, y pégate, que yo
me aparto.
Volvió Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado las cortezas a muchos árboles: tal
era la riguridad con que se azotaba; y, alzando un[a] vez la voz, y dando un desaforado azote en una
haya, dijo:
–¡Aquí morirás, Sansón, y cuantos con él son!
Acudió don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpe del riguroso azote, y, asiendo del
torcido cabestro que le servía de corbacho a Sancho, le dijo:
–No permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la vida, que ha de servir para
sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor coyuntura, que yo me contendré en los
límites de la esperanza propincua, y esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se concluya este
negocio a gusto de todos.
–Pues vuestra merced, señor mío, lo quiere así –respondió Sancho–, sea en buena hora, y écheme
su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querría resfriarme; que los nuevos
diciplinantes corren este peligro.
Hízolo así don Quijote, y, quedándose en pelota, abrigó a Sancho, el cual se durmió hasta que le
despertó el sol, y luego volvieron a proseguir su