Si muchos pensamientos fatigaban a don Quijote antes de ser derribado, muchos más le fatigaron
después de caído. A la sombra del árbol estaba, como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le
acudían y picaban pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que había de
hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal condición del lacayo Tosilos.
–¿Es posible –le dijo don Quijote– que todavía, ¡oh Sancho!, pienses que aquél sea verdadero
lacayo? Parece que se te ha ido de las mientes haber visto a Dulcinea convertida y transformada en
labradora, y al Caballero de los Espejos en el bachiller Carrasco, obras todas de los encantadores que
me persiguen. Pero dime agora: ¿preguntaste a ese Tosilos que dices qué ha hecho Dios de
Altisidora: si ha llorado mi ausencia, o si ha dejado ya en las manos del olvido los enamorados
pensamientos que en mi presencia la fatigaban?
–No eran –respondió Sancho– los que yo tenía tales que me diesen lugar a preguntar boberías.
¡Cuerpo de mí!, señor, ¿está vuestra merced ahora en términos de inquirir pensamientos ajenos,
especialmente amorosos?
–Mira, Sancho –dijo don Quijote–, mucha diferencia hay de las obras que se hacen por amor a las
que se hacen por agradecimiento. Bien puede ser que un caballero sea desamorado, pero no puede
ser, hablando en todo rigor, que sea desagradecido. Quísome bien, al parecer, Altisidora; diome los
tres tocadores que sabes, lloró en mi partida, maldíjome, vituperóme, quejóse, a despecho de la
vergüenza, públicamente: señales todas de que me adoraba, que las iras de los amantes suelen parar
en maldiciones. Yo no tuve esperanzas que darle, ni tesoros que ofrecerle, porque las mías las tengo
entregadas a Dulcinea, y los tesoros de los caballeros andantes son, como los de los duendes,
aparentes y falsos, y sólo puedo darle estos acuerdos que della tengo, sin perjuicio, pero, de los que
tengo de Dulcinea, a quien tú agravias con la remisión que tienes en azotarte y en castigar esas
carnes, que vea yo comidas de lobos, que quieren guardarse antes para los gusanos que para el
remedio de aquella pobre señora.
–Señor –respondió Sancho–, si va a decir la verdad, yo no me puedo persuadir que los azotes de mis
posaderas tengan que ver con los desencantos de los encantados, que es como si dijésemos: "Si os
duele la cabeza, untaos las rodillas". A lo menos, yo osaré jurar que en cuantas historias vuesa
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