–«Es, pues, el caso –dijo el labrador–, señor bueno, que un vecino deste lugar, tan gordo que pesa
once arrobas, desafió a correr a otro su vecino, que no pesa más que cinco. Fue la condición que
habían de correr una carrera de cien pasos con pesos iguales; y, habiéndole preguntado al
desafiador cómo se había de igualar el peso, dijo que el desafiado, que pesa cinco arrobas, se pusiese
seis de hierro a cuestas, y así se igualarían las once arrobas del flaco con las once del gordo.»
–Eso no –dijo a esta sazón Sancho, antes que don Quijote respondiese–. Y a mí, que ha pocos días
que salí de ser gobernador y juez, como todo el mundo sabe, toca averiguar estas dudas y dar
parecer en todo pleito.
–Responde en buen hora –dijo don Quijote–, Sancho amigo, que yo no estoy para dar migas a un
gato, según traigo alborotado y trastornado el juicio.
Con esta licencia, dijo Sancho a los labradores, que estaban muchos alrededor dél la boca abierta,
esperando la sentencia de la suya:
–Hermanos, lo que el gordo pide no lleva camino, ni tiene sombra de justicia alguna; porque si es
verdad lo que se dice, que el desafiado puede escoger las armas, no es bien que éste las escoja tales
que le impidan ni estorben el salir vencedor; y así, es mi parecer que el gordo desafiador se
escamonde, monde, entresaque, pula y atilde, y saque seis arrobas de sus carnes, de aquí o de allí de
su cuerpo, como mejor le pareciere y estuviere; y desta manera, quedando en cinco arrobas de peso,
se igualará y ajustará con las cinco de su contrario, y así podrán correr igualmente.
–¡Voto a tal –dijo un labrador que escuchó la sentencia de Sancho– que este señor ha hablado como
un bendito y sentenciado como un canónigo! Pero a buen seguro que no ha de querer quitarse el
gordo una onza de sus carnes, cuanto más seis arrobas.
–Lo mejor es que no corran –respondió otro–, porque el flaco no se muela con el peso, ni el gordo se
descarne; y échese la mitad de la apuesta en vino, y llevemos estos señores a la taberna de lo caro, y
sobre mí la capa cuando llueva.
–Yo, señores –respondió don Quijote–, os lo agradezco, pero no puedo detenerme un punto, porque
pensamientos y sucesos tristes me hacen parecer descortés y caminar más que de paso.
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