Dulcinea –como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían–, tornó a tomar
otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y, sin tocar trompeta ni otro
instrumento bélico que les diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las
riendas a sus caballos; y, como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios
andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la
levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una
peligrosa caída. Fue luego sobre él, y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
–Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz
debilitada y enferma, dijo:
–Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la
tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la
vida, pues me has quitado la honra.
–Eso no haré yo, por cierto –dijo el de la Blanca Luna–: viva, viva en su entereza la fama de la
hermosura de la señora Dulcinea del Toboso, que sólo me contento con que el gran don Quijote se
retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que por mí le fuere mandado, como concertamos antes de
entrar en esta batalla.
Todo esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí estaban, y oyeron asimismo
que don Quijote respondió que como no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo lo
demás cumpliría como caballero puntual y verdadero.
Hecha esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna, y, haciendo mesura con la cabeza al
visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.
Mandó el visorrey a don Antonio que fuese tras él, y que en todas maneras supiese quién era.
Levantaron a don Quijote, descubriéronle el rostro y halláronle sin color y trasudando. Rocinante,
de puro malparado, no se pudo mover por entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía
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