del cual sé yo bien que es cristiano encubierto y que viene con más deseo de quedarse en España que
de volver a Berbería; la demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que
de bogar al remo. Los dos turcos, codiciosos e insolentes, sin guardar el orden que traíamos de que a
mí y a este renegado en la primer parte de España, en hábito de cristianos, de que venimos
proveídos, nos echasen en tierra, primero quisieron barrer esta costa y hacer alguna presa, si
pudiesen, temiendo que si primero nos echaban en tierra, por algún acidente que a los dos nos
sucediese, podríamos descubrir que quedaba el bergantín en la mar, y si acaso hubiese galeras por
esta costa, los tomasen. Anoche descubrimos esta playa, y, sin tener notic[i]a destas cuatro galeras,
fuimos descubiertos, y nos ha sucedido lo que habéis visto. En resolución: don Gregorio queda en
hábito de mujer entre mujeres, con manifiesto peligro de perderse, y yo me veo atadas las manos,
esperando, o, por mejor decir, temiendo perder la vida, que ya me cansa.» Éste es, señores, el fin de
mi lamentable historia, tan verdadera como desdichada; lo que os ruego es que me dejéis morir
como cristiana, pues, como ya he dicho, en ninguna cosa he sido culpante de la culpa en que los de
mi nación han caído.
Y luego calló, preñados los ojos de tiernas lágrimas, a quien acompañaron muchas de los que
presentes estaban. El virrey, tierno y compasivo, sin hablarle palabra, se llegó a ella y le quitó con
sus manos el cordel que las hermosas de la mora ligaba.
En tanto, pues, que la morisca cristiana su peregrina historia trataba, tuvo clavados los ojos en ella
un anciano peregrino que entró en la galera cuando entró el virrey; y, apenas dio fin a su plática la
morisca, cuando él se arrojó a sus pies, y, abrazado dellos, con interrumpidas palabras de mil
sollozos y suspiros, le dijo:
–¡Oh Ana Félix, desdichada hija mía! Yo soy tu padre Ricote, que volvía a buscarte por no poder
vivir sin ti, que eres mi alma.
A cuyas palabras abrió los ojos Sancho, y alzó la cabeza (que inclinada tenía, pensando en la
desgracia de su paseo), y, mirando al peregrino, conoció ser el mismo Ricote que topó el día que
salió de su gobierno, y confirmóse que aquélla era su hija, la cual, ya desatada, abrazó a su padre,
mezclando sus lágrimas con las suyas; el cual dijo al general y al virrey:
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