–Advierte, Sancho –dijo don Quijote–, que el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón en
sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte: que así acomete los altos alcázares de los
reyes como las humildes chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo
primero que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y así, sin ella declaró Altisidora sus deseos,
que engendraron en mi pecho antes confusión que lástima.
–¡Crueldad notoria! –dijo Sancho–. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé decir que me rindiera
y avasallara la más mínima razón amorosa suya. ¡Hideputa, y qué corazón de mármol, qué entrañas
de bronce y qué alma de argamasa! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra
merced que así la rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire, qué rostro, que cada cosa
por sí
déstas, o todas juntas, le enamoraron; que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a
vuestra merced desde la punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas para
espantar que para enamorar; y, habiendo yo también oído decir que la hermosura es la primera y
principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced ninguna, no sé yo de qué se enamoró la
pobre.
–Advierte, Sancho –respondió don Quijote–, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y
otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen
proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden estar en un
hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor
con ímpetu y con ventajas. Yo, Sancho, bien veo que no soy hermoso, pero también conozco que no
soy disforme; y bástale a un hombre de bien no ser monstruo para ser bien querido, como tenga los
dotes del alma que te he dicho.
En estas razones y pláticas se iban entrando por una selva que fuera del camino estaba, y a deshora,
sin pensar en ello, se halló don Quijote enredado entre unas redes de hilo verde, que desde unos
árboles a otros estaban tendidas; y, sin poder imaginar qué pudiese ser aquello, dijo a Sancho:
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