–Bien puede ser eso –replicó Ricote–, pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo
no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo
y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus
necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.
–Yo lo hiciera –respo[n]dió Sancho–, pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejé yo esta
mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis
meses en platos de plata; y, así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a
sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado
cuatrocientos.
–Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? –preguntó Ricote.
–He dejado de ser gobernador de una ínsula –respondió Sancho–, y tal, que a buena fee que no
hallen otra como ella a tres tirones.
–¿Y dónde está esa ínsula? –preguntó Ricote.
–¿Adónde? –respondió Sancho–. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.
–Calla, Sancho –dijo Ricote–, que las ínsulas están allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la
tierra firme.
–¿Cómo no? –replicó Sancho–. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí della, y ayer estuve
en ella gobernando a mi placer, como un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme
oficio peligroso el de los gobernadores.
–Y ¿qué has ganado en el gobierno? –preguntó Ricote.
–He ganado –respondió Sancho– el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un
hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el
descanso y el sueño, y aun el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores,
especialmente si tienen médicos que miren por su salud.
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