tuvieron, le dijeron que caminase, y los guiase y animase a todos; que, siendo él su norte, su
lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.
–¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo –respondió Sancho–, que no puedo jugar las
choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas tengo con mis
carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo,
que yo le guardaré, o con esta lanza o con mi cuerpo.
–Ande, señor gobernador –dijo otro–, que más el miedo que las tablas le impiden el paso; acabe y
menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se aumentan y el peligro carga.
Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el
suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos. Quedó como galápago encerrado y
cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que
da al través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna;
antes, apagando las antorchas, tornaron a reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran
priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si
él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los paveses, l