por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo
supo, pero, añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó
más confuso y lleno de temor y espanto; y, levantándose en pie, se puso unas chinelas, por la
humedad del suelo, y, sin ponerse sobrer[r]opa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la
puerta de su aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte personas con
hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
–¡Arma, arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos
perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y
veía; y, cuando llegaron a él, uno le dijo:
–¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!
–¿Qué me tengo de armar –respondió Sancho–, ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas
mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro;
que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas.
–¡Ah, señor gobernador! –dijo otro–. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa merced, que aquí le
traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues
de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.
–Ármenme norabuena –replicó Sancho.
Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le pusieron encima de la
camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y, por unas concavidades que
traían hechas, le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que quedó
emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo
paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le
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