Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y, viéndose a escuras, volvió las espaldas para
irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso,
comenzó a decir:
–Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me digas qué es lo que de mí
quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque
soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la
caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se
estiende.
La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don Quijote, y con voz afligida y
baja le respondió:
–Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no soy fantasma, ni visión, ni
alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de
honor de mi señora la duquesa, que, con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele
remediar, a vuestra merced vengo.
–Dígame, señora doña Rodríguez –dijo don Quijote–: ¿por ventura viene vuestra merced a hacer
alguna tercería? Porque le hago saber que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza
de mi señora Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuestra merced
salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva, y
departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo
incitativo melindre.
–¿Yo recado de nadie, señor mío? –respondió la dueña–. Mal me conoce vuestra merced; sí, que
aún no estoy en edad tan prolongada que me acoja a semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma
me tengo en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos que me han
usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios. Pero espéreme vuestra
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