gobernadores della, y miro por su salud mucho más que por la mía, estudiando de noche y de día, y
tanteando la complexión del gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo
principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le
conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé
quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le
mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el
que mucho bebe mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.
–Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas, y, a mi parecer, bien sazonadas, no me
harán algún daño.
A lo que el médico respondió:
–Ésas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.
–Pues, ¿por qué? –dijo Sancho.
Y el médico respondió:
–Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo, dice: Omnis
saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: "Toda hartazga es mala; pero la de las
perdices, malísima".
–Si eso es así –dijo Sancho–, vea el señor doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me
hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque, por vida
del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida,
aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela.
–Vuestra merced tiene razón, señor gobernador –respondió el médico–; y así, es mi parecer que
vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo.
De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar, pero no hay para qué.
Y Sancho dijo:
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