contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa (pero de lo que más la
duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta que hubiese venido a creer ser
verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el
encantador y el embustero de aquel negocio); y así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo
que habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería, con tanto aparato de monteros
y cazadores como pudiera llevar un rey coronado. Diéronle a don Quijote un vestido de monte y a
Sancho otro verde, de finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día
había de volver al duro ejercicio de las armas y que no podía llevar consigo guardarropas ni
reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasión que
pudiese.
Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y, encima de su rucio, que
no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La duquesa
salió bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su
palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a un bosque que entre dos
altísimas montañas estaba, donde, tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por
diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a
otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas.
Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un puesto por donde ella
sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeóse asimismo el duque y don Quijote, y pusiéronse a sus
lados; Sancho se puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque
no le sucediese algún desmán. Y, apenas habían sentado el pie y puesto en ala con otros muchos
criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venía
un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en viéndole,
embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a recebirle don Quijote. Lo mesmo
hizo el duque con su venablo; pero a todos se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara.
Sólo Sancho, en viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr cuanto pudo, y,
procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes, estando ya a la mitad dél, asido de
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