–Señora mía, sabrá la vuestra grandeza que todas o las más cosas que a mí me suceden van fuera de
los términos ordinarios de las que a los otros caballeros andantes acontecen, o ya sean encaminadas
por el querer inescrutable de los hados, o ya vengan encaminadas por la malicia de algún
encantador invidioso; y, como es cosa ya averiguada que todos o los más caballeros andantes y
famosos, uno tenga gracia de no poder ser encantado, otro de ser de tan impenetrables carnes que
no pueda ser herido, como lo fue el famoso Roldán, uno de los doce Pares de Francia, de quien se
cuenta que no podía ser ferido sino por la planta del pie izquierdo, y que esto había de ser con la
punta de un alfiler gordo, y no con otra suerte de arma alguna; y así, cuando Bernardo del Carpio le
mató en Ronce[s]valles, viendo que no le podía llagar con fierro, le levantó del suelo entre los brazos
y le ahogó, acordándose entonces de la muerte que dio Hércules a Anteón, aquel feroz gigante que
decían ser hijo de la Tierra. Quiero inferir de lo dicho, que podría ser que yo tuviese alguna gracia
déstas, no [del] no poder ser ferido, porque muchas veces la experiencia me ha mostrado que soy de
carnes blandas y no nada impenetrables, ni la de no poder ser encantado, que ya me he visto metido
en una jaula, donde todo el mundo no fuera poderoso a encerra[r]me, si no fuera a fuerzas de
encantamentos; pero, pues de aquél me libré, quiero creer que no ha de haber otro alguno que me
empezca; y así, viendo estos encantadores que con mi persona no pueden usar de sus malas mañas,
vénganse en las cosas que más quiero, y quieren quitarme la vida maltratando la de Dulcinea, por
quien yo vivo; y así, creo que, cuando mi escudero le llevó mi embajada, se la convirtieron en villana
y ocupada en tan bajo ejercicio como es el de ahechar trigo; pero ya tengo yo dicho que aquel trigo ni
era rubión ni trigo, sino granos de perlas orientales; y para prueba desta verdad quiero decir a
vuestras magnitudes cómo, viniendo poco ha por el Toboso, jamás pude hallar los palacios de
Dulcinea; y que otro día, habiéndola visto Sancho, mi escudero, en su mesma figura, que es la más
bella del orbe, a mí me pareció una labradora tosca y fea, y no nada bien razonada, siendo la
discreción del mundo; y, pues yo no estoy encantado, ni lo puedo estar, según buen discurso, ella es
la encantada, la ofendida y la mudada, trocada y trastrocada, y en ella se han vengado de mí mis
enemigos, y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas, hasta verla en su prístino estado. Todo esto he
dicho para que nadie repare en lo que Sancho dijo del cernido ni del ahecho de Dulcinea; que, pues
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