llorarla que para describirla; porque habrán de saber vuestras grandezas que, yendo los días
pasados a besarle las manos, y a recebir su bendición, beneplácito y licencia para esta tercera salida,
hallé otra de la que buscaba: halléla encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa
en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, de reposada en
brincadora, de luz en tinieblas, y, finalmente, de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago.
–¡Válame Dios! –dando una gran voz, dijo a este instante el duque–. ¿Quién ha sido el que tanto
mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha quitado dél la belleza que le alegraba, el donaire que le
entretenía y la honestidad que le acreditaba?
–¿Quién? –respondió don Quijote–. ¿Quién puede ser sino algún maligno encantador de los
muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y
aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos. Perseguido me
han encantadores, encantadores me persiguen y encantadores me persiguirán hasta dar conmigo y
con mis altas caballerías en el profundo abismo del olvido; y en aquella parte me dañan y hieren
donde veen que más lo siento, porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos
con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene. Otras muchas veces lo
he dicho, y ahora lo vuelvo a decir: que el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el
edificio sin cimiento y la sombra sin cuerpo de quien se cause.
–No hay más que decir –dijo la duquesa–; pero si, con todo eso, hemos de dar crédito a la historia
que del señor don Quijote de pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo, con general
aplauso de las gentes, della se colige, si mal no me acuerdo, que nunca vuesa merced ha visto a la
señora Dulcinea, y que esta tal señora no es en el mundo, sino que es