bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y, con esto, se entra a armar, para ponerse
luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se
presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería; y aquella
dama que en aquel balcón parece, vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que desde allí muchas
veces se ponía a mirar el camino de Francia, y, puesta la imaginación en París y en su esposo, se
consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás.
¿No veen aquel moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las
espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la priesa que ella
se da a escupir, y a limpiárselos con la blanca manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca
de pesar sus hermosos cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo
aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña; el cual, por haber
visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran privado suyo, le mandó luego
prender, y que le den docientos azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad,
con chilladores delante
y envaramiento detrás;
y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido puesta en
ejecución la culpa; porque ent &R