–¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor, nata y espuma de los
caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo, corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te
guíe, otra vez, y te vuelva libre, sano y sin cautela a la luz desta vida, que dejas por enterrarte en esta
escuridad que buscas!
Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo.
Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la daban poco a poco; y cuando
las voces, que acanaladas por la cueva salían, dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien
brazas de soga, y fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar más
cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la
soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba
dentro; y, creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengañarse,
pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se
alegraron. Finalmente, a las diez vieron distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho,
diciéndole:
–Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se quedaba allá para
casta.
Pero no respondía palabra don Quijote; y, sacándole del todo, vieron que traía cerrados los ojos, con
muestras de estar dormido. Tendiéronle en el suelo y desliáronle, y con todo esto no despertaba;
pero tanto le volvieron y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió
en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara; y, mirando a una y
otra parte, como espantado, dijo:
–Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que
ningún humano ha visto ni pasado. En efecto, ahora acabo de conocer que todos los contentos desta
vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh desdichado
Montesinos! ¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y vosotras
sin dicha ijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!
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