–Calle, señor –replicó Sancho–, que a buena fe que si me doy a preguntar y a responder, que no
acabe de aquí a mañana. Sí, que para preguntar necedades y responder disparates no he menester
yo andar buscando ayuda de vecinos.
–Más has dicho, Sancho, de lo que sabes –dijo don Quijote–; que hay algunos que se cansan en
saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al
entendimiento ni a la memoria.
En estas y otras gustosas pláticas se les pasó aquel día, y a la noche se albergaron en una pequeña
aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que desde allí a la cueva de Montesinos no había más de
dos leguas, y que si llevaba determinado de entrar en ella, era menester proverse de sogas, para
atarse y descolgarse en su profundidad.
Don Quijote dijo que, aunque llegase al abismo, había de ver dónde paraba; y así, compraron casi
cien brazas de soga, y otro día, a las dos de la tarde, llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y
ancha, pero llena de cambroneras y cabrahígos, de
zarzas y malezas, tan espesas y intricadas, que de todo en todo la ciegan y encubren. En viéndola, se
apearon el primo, Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortísimamente con las
sogas; y, en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:
–Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en vida, ni se ponga adonde
parezca frasco que le ponen a enfriar en algún pozo. Sí, que a vuestra merced no le toca ni atañe ser
el escudriñador desta que debe de ser peor que mazmorra.
–Ata y calla –respondió don Quijote–, que tal empresa como aquésta, Sancho amigo, para mí estaba
guardada.
Y entonces dijo la guía:
–Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá
dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el libro de mis Transformaciones.
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