Cuando estaban don Quijote y Sancho en las razones referidas en el capítulo antecedente, se oyeron
grandes voces y gran ruido, y dábanlas y causábanle los de las yeguas, que con larga carrera y grita
iban a recebir a los novios, que, rodeados de mil géneros de instrumentos y de invenciones, venían
acompañados del cura, y de la parentela de entrambos, y de toda la gente más lucida de los lugares
circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y como Sancho vio a la novia, dijo:
–A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega. ¡Pardiez, que según diviso,
que las patenas que había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de
treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es de tiras de lienzo, blanca!, ¡voto a mí que es de raso!;
pues, ¡tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache!: no medre yo si no son anillos de
oro, y muy de oro, y empedrados con pelras blancas como una cuajada, que cada una debe de valer
un ojo de la cara. ¡Oh hideputa, y qué cabellos; que, si no son postizos, no los he visto mas luengos
ni más rubios en toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en el brío y en el talle, y no la comparéis a
una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles, que lo mesmo parecen los dijes que trae
pendientes de los cabellos y de la garganta! Juro en mi ánima que ella es una chapada moza, y que
puede pasar por los bancos [d]e Flandes.
Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza; parecióle que, fuera de su señora
Dulcinea del Toboso, no había visto mujer más hermosa jamás. Venía la hermosa Quiteria algo
descolorida, y debía de ser de la mala noche que siempre pasan las novias en componerse para el día
venidero de sus bodas. Íbanse acercando a un teatro que a un lado del prado estaba, adornado de
alfombras y ramos, adonde se habían de hacer los desposorios, y de donde habían de mirar las
danzas y las invenciones; y, a la sazón que llegaban al puesto, oyeron a sus espaldas grandes voces, y
una que decía:
–Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa.
A cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba un hombre vestido, al
parecer, de un sayo negro, jironado de carmesí a llamas. Venía coronado –como se vio luego– con
una corona de funesto ciprés; en las manos traía un bastón grande. En llegando más cerca, fue
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