–Yo no me acuerdo, Sancho –respondió don Quijote–, del tal capítulo; y, puesto que sea así, quiero
que calles y vengas, que ya los instrumentos que anoche oímos vuelven a alegrar los valles, y sin
duda los desposorios se celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor de la tarde.
Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y, poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio,
subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando por la enramada.
Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un
entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que
alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas,
porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban
en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las
gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían
número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el
aire los enfriase.
Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y todos llenos, según
después pareció, de generosos vinos; así había rimeros de pan blanquísimo, como los suele haber de
montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla,
y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de masa, que con dos
valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en otra caldera de preparada miel que allí junto
estaba.
Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta: todos limpios, todos diligentes y todos contentos.
En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por
encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas
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