Lo que yo quiero decir –dijo don Lorenzo– es que dudo q[ue] haya habido, ni que los hay ahora,
caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.
–Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora –respondió don Quijote–: que la mayor parte
de la gente del mundo está de parecer de que no ha habido en él caballeros andantes; y, por
parecerme a mí que si el cielo milagrosamente no les da a entender la verdad de que los hubo y de
que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me lo ha mostrado
la experiencia, no quiero detenerme agora en sacar a vuesa merced del error que con los muchos
tiene; lo que pienso hacer es el rogar al cielo le saque dél, y le dé a entender cuán provechosos y
cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos, y cuán útiles fueran
en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la
gula y el regalo.
–Escapado se nos ha nuestro huésped –dijo a esta sazón entre sí don Lorenzo–, pero, con todo eso,
él es loco bizarro, y yo sería mentecato flojo si así no lo creyese.
Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó don Diego a su hijo qué había
sacado en limpio del ingenio del huésped. A lo que él respondió:
–No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es
un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos.
Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el camino que la solía dar a
sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que más se contentó don Quijote fue del
maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un