–Yo lo dudo –respondió don Quijote–, y quédese esto aquí; que si nuestra jornada dura, espero en
Dios de dar a entender a vuesa merced que ha hecho mal en irse con la corriente de los que tienen
por cierto que no son verdaderas.
Desta última razón de don Quijote tomó barruntos el caminante de que don Quijote debía de ser
algún mentecato, y aguardaba que con otras lo confirmase; pero, antes que se divertiesen en otros
razonamientos, don Quijote le rogó le dijese quién era, pues él le había dado parte de su condición y
de su vida. A lo que respondió el del Verde Gabán:
–Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer
hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda;
paso la vida con mi mujer, y con mis hijos, y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca,
pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso, o algún hurón atrevido. Tengo
hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción
otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son
profanos que los devotos, como sean de honesto
entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que
déstos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los
convido; son mis convites limpios y aseados, y no nada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento
que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas, ni soy lince de los hechos de los otros;
oigo misa cada día; reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por
no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan
del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de
nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios nuestro Señor.
Atentísimo estuvo Sancho a la relación de la vida y entretenimientos del hidalgo; y, pareciéndole
buena y santa y que quien la hacía debía de hacer milagros, se arrojó del rucio, y con gran priesa le
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