Realmente no valía la pena. ¡Qué difícil era a veces entender a la gente
grande!
Cuando llegamos frente a la casa, le entregué la llave e intenté ser
cordial...
-¿Quiere que le ayude en alguna cosa?
-Ayudarás si no andas encima de la gente, molestando. Anda a jugar,
que cuando sea la hora de volver te llamaré.
Di un salto y me fui.
-Minguito, ahora vamos a vivir siempre uno cerca del otro. Voy a
ponerte tan lindo que ningún árbol podrá llegarte a los pies. Sabes, Minguito,
acabo de viajar en un carro tan grande y suave que parecía una diligencia de
aquellas de las películas de cine. Mira, todas las cosas de las que me entere
te las vendré a contar, ¿de acuerdo?
Me acerqué al pasto de la valla y miré el agua sucia, que corría.
-¿Cómo fue que dijimos el otro día que íbamos a llamar a este río?
-Amazonas.
-Eso mismo, Amazonas. Allá abajo, debe estar lleno de canoas de
indios salvajes, ¿no es cierto Minguito?
-Ni me lo digas. Solamente puede estar así, lleno de canoas e indios.
No bien comenzaba la conversación y ya estaba don Arístides cerrando
la casa y llamándome.
-¿Te quedas o vienes con nosotros?
-Voy a quedarme. Mamá y mis hermanas ya deben venir por la calle.
Y me quedé mirando cada cosa de cada rincón.
***
Al comienzo, por etiqueta, o porque quería impresionar a los vecinos,
me portaba bien. Pero una tarde rellené una media negra de mujer. La
envolví en un hilo y corté la punta del pie. Después, donde había estado el
pie puse un hilo bien largo de barrilete y lo até. De lejos, empujando
despacito, parecía una cobra y en la oscuridad iba a tener gran éxito.
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