dentro. Reventando ese dolor tan grande que me había amenazado todo el
día.
Miré a papá, su rostro barbudo, sus ojos.
Solo pude decirle:
-Papá... Papá...
Y la voz fue consumiéndose entre lágrimas y sollozos.
El abrió los brazos y me estrechó tiernamente:
-No llores, hijito. Vas a tener que llorar mucho en la vida si continúas
siendo un chico tan emotivo...
-Yo no quería, papá... Yo no quería decir... eso.
-Ya lo sé. Ya lo sé. Además, no me enojé porque en el fondo tenías
razón.
Me acunó un poco más.
Después levantó mi rostro y lo secó con la servilleta que estaba allí
cerca.
-Así está mejor.
Levanté mis manos y acaricié su cara. Pasé suavemente los dedos
sobre sus ojos, intentando colocarlos en su lugar, sin aquella pantalla
grande. Tenía miedo de que si no lo hacía esos ojos fueran a seguirme
durante toda la vida.
-Vamos a acabar mi cigarrillo. Todavía con la voz temblorosa de
emoción, pude tartamudear:
-Sabes, papá, cuando me quieras pegar nunca más voy a protestar...
Puedes pegarme, no más...
-Está bien. Está bien, Zezé. Me depositó en el suelo, junto con el resto
de mis sollozos. Tomó un plato del armario.
-Gloria te guardó un poco de ensalada de frutas. Yo no conseguía
tragar. Se sentó y fue llevando hasta mi boca pequeñas cucharadas.
-Ahora pasó, ¿no es cierto que sí, hijo?
Hice que sí con la cabeza, pero las primeras cucharadas entraban en mi
boca con gusto salado. El resto de mi llanto demoraba en pasar.
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