Papá me tomó de la mano, y delante de todos me sentó en sus rodillas.
Se balanceó lentamente en el sillón para que no me mareara.
-Ya pasó todo, hijo. Todo. Un día también vas a ser padre y descubrirás
qué difíciles son ciertos momentos en la vida de un hombre. Parece que
nada sale bien, provocando una interminable desesperación. Pero ahora, no.
Papá fue nombrado gerente de la Fábrica de Santo Aleixo. Ya nunca faltará
nada en tus zapatitos en la noche de Navidad.
Hizo una pausa... Tampoco él se olvidaría de aquello por el resto de su
vida.
-Vamos a viajar mucho, mamá no tendrá que trabajar más, ni tus
hermanos. ¿Todavía tienes la medalla del indio?
Revolví en mis bolsillos y la encontré.
-Bueno, compraré nuevamente un reloj para colocar la medalla. Un día
será tuyo...
"¿Portuga, sabes lo que es carborundum?". Y papá hablaba y hablaba
siempre. Me hacía daño su rostro con barba al rozar mi cara. El olor que se
escapaba de su camisa muy usada me daba escalofríos. Me fui resbalando
de sus rodillas y caminé hacia la puerta de la cocina. Me senté en los
escalones y contemplé el fondo, cuando morían todas las luces. Mi corazón
se rebelaba sin rabia. "¿Qué quiere ese hombre que me sienta en sus
rodillas?" El no era mi padre. Mi padre había muerto. El Mangaratiba lo mató.
Papá me había seguido y vio que mis ojos se encontraban nuevamente
húmedos.
Casi se arrodilló para hablar conmigo.
-No llores, hijo. Vamos a tener una casa muy grande. Un río de verdad
pasa por detrás. Hay grandes árboles, y tantos, que serán todos tuyos.
Podrás hacer lo que quieras, armar redes-hamacas.
No entendía. ¡No entendía! Ningún árbol podría ser tan lindo en la vida
como la Reina Carlota.
-Serás el primero que elija árboles.
Miré sus pies, con los dedos que salían de sus zuecos.
Era un viejo árbol de raíces oscuras. Era un padre-árbol. Pero un árbol
que yo casi no conocía.
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