-En serio. Ya ves, no sirvo para nada, estoy cansado de sufrir golpes y
tirones de oreja. Voy a dejar de ser una boca más...
Comencé a sentir un nudo doloroso en la garganta. Necesitaba mucho
coraje para contar el resto.
-Entonces, ¿vas a escaparte?
-No. Pasé toda la semana pensando en eso. Hoy de noche me voy a
tirar debajo de las ruedas del Mangaratiba.
Ni siquiera habló. Me apretó fuertemente entre sus brazos y me consoló
de la manera que sabía hacerlo.
-No, no digas eso, por amor de Dios. Tienes una linda vida por delante.
Con esa cabeza y esa inteligencia. No digas eso, que es pecado. No quiero
que ni pienses ni repitas eso. ¿Y yo? ¿Tú no me quieres? Si me quieres y no
estás mintiendo, no debes hablar más así.
Se alejó de mí y me miró a los ojos. Pasó la palma de sus manos sobre
mis lágrimas.
-Yo te quiero mucho, muchacho. Mucho más de lo que piensas. Vamos,
sonríe.
Sonreí, medio aliviado con la confesión.
-Todo eso va a pasar. Pronto serás dueño de las calles con tus
cometas, rey de las bolitas, un vaquero tan fuerte como Buck Jones... Por
otra parte, estuve pensando una cosa. ¿Quieres saberla?
-¡Quiero!
-El sábado no iré a visitar a mi hija. Ella fue a pasar unos días a
Paquetá con el marido. Había pensado, como el tiempo es bueno, ir a
pescar en el Guandu. Como estoy sin un gran amigo para acompañarme,
pensé en ti.
Mis ojos se iluminaron.
-¿Me llevarías?
-Bien, si quieres, sí. No tienes ninguna obligación. La respuesta fue
recostar mi cara en su cara afeitada y lo apreté en mis brazos, rodeando con
ellos su cuello.
Estábamos riendo y toda la tragedia se había alejado.
115