Juan D’Arienzo
"Soy el único invitado al Japón por el emperador Hirohito y el príncipe
Akihito; las demás orquestas son contratadas por empresarios. Pero no
voy aunque me giren un cheque en blanco: después de lo que le pasó a
Gardel, le tengo miedo al avión." La voz gangosa y monótona que
acumula vanidad, temores y lúgubres premoniciones se interrumpe;
Juan D'Arienzo (70) seca la transpiración de su rostro, aprieta el pañuelo
arrugado y espera la próxima pregunta.
Tenso, en guardia, como si se preparara a ejercitar el curioso estilo con
que dirige su orquesta, diseminada ahora a su alrededor, expectando la
lucha del maestro fuera de su campo de batalla habitual: el escenario. La
semana pasada, SIETE DÍAS mantuvo, en el transcurso de un ensayo en
el Chantecler -nuevo reducto tanguero de Buenos Aires del que es socio
y atracción exclusiva desde hace poco más de un mes-, un extenso
mano a mano con la inagotable vitalidad de quien se ha mantenido
durante más tiempo que nadie como ídolo de la música porteña. Un
sabroso juego coloquial, en cuyo transcurso desfilaron anécdotas,
traspapelados recuerdos, nombres y acontecimientos claves en la
historia del tango. Crónica que, en gran parte, está escrita por él mismo.
Es que el violinista, que hiciera su primeras armas animando películas
mudas, en 1916, junto al legendario Miguel Bonesi -maestro de Carlos
Gardel, José Razzano y Azucena Maizani- asumiría, veinte años después,
la responsabilidad de devolver su popularidad al tango, redescubriendo
en el público un fervor que parecía apagado. Algo que, a su manera, no
ha dejado de hacer desde entonces. "En 1937 había señores directores
en cartel: Osvaldo Fresedo, Julio de Caro, pero el tango estaba
completamente bajo -memora-. Entonces entré con un ritmo distinto y
volvió a colocarse en el lugar que merecía. Fue, en realidad, un retorno
triunfal, ya que en los años anteriores -entre 1920 y 1925- el joven Juan
D'Arienzo se había ganado el apodo de El Grillo arrancando estridentes
sonidos a un violín alistado en la jazz-band que dirigía, desde el bajo,
Nicolás Verona.
"En esa época el jazz amasijaba al tango -responsa-. En los carteles
decía jazz en letras enormes y, chiquitito, típica. Pero cuando me pasé al
tango atraje hasta a la gente de jazz, que me idolatraba." Demostración,
al menos, de que la modestia no es una de sus virtudes. Razones tiene:
su ritmo elemental, "esa forma nerviosa, movida", como gusta definir a
su estilo, en la que "no hacemos juegos de contrapunto ni figuras
complicadas", le ha bastado para mantenerse en primer plano durante
más de treinta años".