llegaban las barras de Pompeya, Boedo, Soldati, San Telmo, Flores,
Almagro, San Cristóbal, o de otros vecindarios porteños. Buenos Aires se
había convertido mágicamente en una enorme pista y la veleta de la
evolución apuntaba dos maneras de bailar: el tango Milonguero (que
entonces no tenía apellido), de caminata y creación, y el tango derecho o
“liso” de los barrios de clase media alta y alta, donde prácticamente no
existían las figuras y adornos. Gimnasia y Esgrima o el club Italiano eran
escenario de estos bailarines. Incluso en provincias se bailaba así.
Los que ovillaban la esencia milonguera estaban en los templos
tangueros: Oeste, Sp. Buenos Aires, Huracán, Villa Sahores, Sin Rumbo,
Social Rivadavia, Atlanta, Pinocho, Glorias argentinas, Villa Malcolm, Sp.
Pereyra, Pista de Lima, Palacio Rivadavia, Estrella de Oriente, Unidos de
Pompeya, Unione e Benevolenza, y tantos otros a lo largo y ancho de la
geografía porteña. Los recorrí casi todos en mi travesía milonguera,
incluso las Confiterías del centro, más tarde.
En esos retablos que convocaron muchedumbres y bailamos en vivo con
las grandes orquestas en el escenario, se acuñaron los códigos de la
tanguedad, trasladándose a sucesivas generaciones que reivindicarían su
sello: "Made in Argentina".
José María Otero
(Extractado de una nota mía ("Porteño y bailarín") publicada en la revista Sucesos Argentinos)