policía, mientras todo un aluvión
de hindúes se apiñaban tras la
baranda con carteles de servicios
de remis, hotel, y turismo. Mi
amigo llegó, demorado por el
intenso tráfico entre su casa y el
aeropuerto. Durante los 30 km
que hicimos me di cuenta porqué.
En India, el caos vehicular supera
la imaginación. En la calle, rige el
desorden, la ley del más fuerte y la
suerte. No cumplen las normas de
tránsito heredadas de los ingleses.
Sólo conservan el manejo del lado
izquierdo. Ignoran las rotondas,
los semáforos y al peatón. Y como
si esto fuera poco, las calles están
destruídas y las autopistas las
construyen día y noche.
Llegamos a Gurgaon, una ciudad
“empresaria” porque allí se
instalaron desde hace unos años
todas las multinacionales: Google,
HP, Toshiba, Mahindra, Vodafone,
DLF, BMW, Sony, etc. Es una
ciudad sin kioscos, sin almacenes,
sin mercados. Para comprar
comida, por ejemplo, tenía que
tomar el Metro y llegar al Centro
de Shoppings…o conformarme
comiendo bananas y papas
Lays que compré en una plaza.
Elegí esto último. Me alojaron
en un hotel ejecutivo muy lindo
y esa tarde conocí al grupo de
principiantes de Gurgaon a quienes
inicié en la caminata tanguera,
con los cambios de peso, y el pull
and push. Los hindúes están tan
fascinados por el Tango como
todas las culturas del mundo,
pero, a diferencia de ellas, como
por ejemplo la japonesa, quieren
bailar a los dos minutos metiendo
ganchos y acrobacias como Mora
Godoy. Sin embargo captaron la
idea y, como son perseverantes,
cuando me volví veinticuatro días
después, ya estaban milongueando.
A su modo, pero milongueando.
Al tercer día fuimos a Nueva Delhi
a visitar a Sandra. Allí participé
de la clase de Vivek y decidí que
al volver de mi recorrido por Agra
(Taj Mahal) y Jaipur (La Ciudad
Rosa) me quedaría con ella, que
por suerte habla castellano. A la
tardecita siguiente fuimos a la
práctica de otro grupo, el de Kiran
Sawhney (una bailarina hindú
polifacética) y Eduardo Martínez
Curiel, el cónsul mexicano.
Recogimos en el camino a algunas
de las chicas, Meeta, y Hitomi
Prunelle (mi amiga japonesa que
también habla español). Esa noche
allí en “La Milonguita de La Bodega”
conocí a Rosa Borrajo, española y
profesora en el Instituto Cervantes