ahora era visible en todo, desde el tono de sus palabras hasta los conflictos que supuestamente fortalecieron nuestros lazos hasta ser lo mejor que no había pasado el uno al otro. No pude decirle nada en la cara; las( no) cosas que yacían sobre el piso no me interesaban, las paredes y la cama y los cubiertos y la vajilla y mi taza favorita y los cuadros que compramos juntos, colgamos juntos, apreciamos juntos en sus respectivas posiciones ya no me interesaban. Marco se volvió plano y blanco hasta desintegrase en pedazos de papel, junto con el deshojado fanzine, dejando ver solo el fondo del cuarto que cubría con su cuerpo.
No tomé nada más que la computadora en la que trabajaba, la única compañera en las noches de búsqueda por un tesoro que resultó ser un chiste cruel y del mal gusto. La puerta de la casa en que vivimos por mucho tiempo se convirtió en el umbral de la cueva, sin murmullos y suspiros de suicidio, nada parecida a la que concebía Marco en su ignorancia de hombre, de ser humano, sino el mío, que carecía de mentiras, en donde tal vez no existía el prejuicio, solo libertad.
Julio César Gastélum
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