amargura de la gente. Los primeros días tuvimos que robar
alimentos de donde pudimos, y refugiarnos en estrechas calles que
olían mal, con niños que se encontraban peor que nosotras o con
personas no muy agradables.
Una mañana, oí que, en la Plaza Rana, una fábrica de ropa estaba
buscando mano de obra y que pagarían por ello; así que dejé a la
mayor de mis hermanas a cargo del resto y fui a saber más del
tema. Allí nos dijeron que nos aceptarían a todas en los puestos de
trabajo. No cobraríamos mucho y trabajaríamos muchas más horas
que en la aldea, pero al menos tendríamos algo de comer.
Y así nos pusimos manos a la obra. Allí, en la fábrica, la mayoría
eran niños y hombres, de los cuales recibíamos miradas demasiado
obscenas y de las que intentaba proteger a mis hermanas. Ellos,
por lo visto, cobraban mucho más que nosotras, y trabajaban
menos, pero tenía miedo de que, si decía algo o me quejaba, nos
echaran y nos viésemos una vez más robando comida. Hice una
amiga, llamada Yamila, que tenía la edad de mi hermana Nahir,
nueve años. Yamila era muy callada, pequeña, con las manos finas
y magulladas, y con los ojos llenos de miedo. Nos costó hablar con
ella, ya que en nuestros descansos solo nos daba tiempo de
preguntarle cómo estaba, pero nos dejó dormir en una pequeña
habitación en los suburbios con otras 8 niñas más de la fábrica.
Todo parecía ir bien, teníamos comida, refugio y trabajo, además
estábamos sanas. ¿Qué más podíamos pedir? Pero un día,
empezaron a venir hombres a la fábrica, mirando con preocupación
las paredes. Iban pasando las semanas y cada vez venían más
inspectores a mirarlas. Gritaban a nuestro jefe, precintaron la zona,
pero yo no era consciente de lo que pasaba, ya que a los niños que
miraban demasiado los echaban o los castigaban.
Entonces sucedió. Oímos pequeños ruidos; después, mucho más
grandes y empezó a temblar el suelo. Miré asustada a Yamila y a
mis hermanas, los niños y hombres gritaban al jefe preguntando
qué era lo que estaba pasando, pero este gritaba aún más y decía
que no parásemos de trabajar. Sin embargo, nadie hizo caso,
porque empezaron a caer trozos del techo, hasta que llegaron a ser