Escrita por Adriana Villanueva
M
e persigno cuando despega el avión. No soy
devota ni beata pero cada vez que la nave en la que
salgo de viaje alza el vuelo, hago la señal de la cruz y
me aferro a una medallita de La Milagrosa hasta que el
piloto alcanza la altitud deseada. Me gusta ver que a
mi alrededor se persignan, mientras más gente encomendada, mejor, pero la señora que tenía sentada
al lado, con las palmas alzadas como invocando al
espíritu santo, me inquietó, era como si en la energía
irradiada por sus manos, en lugar de en la destreza
del piloto de Laser, estuvieran los mandos del avión.
Cuando sonó la campanita que indica que ya podía
comenzar el servicio de vuelo, mi vecina de asiento bajó
las palmas y se relajó. Me debió haber visto aferrada a la
medallita porque sonrió con complicidad: “Si hija, hay que
orar, pedirle a la sagrada providencia que nos envuelva
en su manto divino y nos lleve con bien a nuestro destino”.
No sé que contestarle, con tal de que no me tome la
mano como en una ceremonia carismática. El marido
contempla distraído cómo el avión se aleja de la costa
de Naiguatá. La señora se da cuenta que la miro con
escepticismo y comienza a contarme su historia, no
precisamente el tipo de historia que a alguien que se
persigna al despegar el avión le gusta oír a 13 mil pies
de altura:
“Hace unos años, cuando Avensa volaba a Nueva York,
por razones de trabajo tenía que agarrar ese vuelo casi
todas las semanas. Me iba un lunes y regresaba un
miércoles. Se me hizo tan normal viajar en avión que
ninguna turbulencia me inmutaba, hasta que una vez,
cruzando El Triángulo de las Bermudas, se presentó
una turbulencia tan fuerte e inesperada que una de las
aeromozas, que servía agua a un pasajero, se cayó en
el suelo con jarra y todo. Hubo quienes se dieron golpes
en la cabeza por no estar con el cinturón amarrado. La
turbulencia era brava, y así estuvo por más de media
hora, sacudón tras sacudón, parecía que el avión se iba
a precipitar en el mar. La gente gritaba, lloraba, más de
uno se hizo sus necesidades encima. Yo lo único que
hice fue rezar”.
Mi termómetro del miedo en las turbulencias aéreas es
el personal de vuelo, cuando el piloto los manda a sentar y ajustarse los cinturones de seguridad, si conversan
tranquilos, o hojean una revista como si nada estuviera
pasando, me tranquilizo, por eso interrumpí a la señora:
“¿Y la tripulación? ¿Mantuvo la sangre fría?”.
“Noooo, mi amor, las aeromozas eran quienes más
lloraban. Una no dejaba de gemir. Ahí el único que
parecía mantener la sangre fría era el piloto que tomó el
micrófono para decirnos que tranquilos, que saldríamos
de esta. Cuando por fin pasamos la turbulencia, el
piloto pidió disculpas por el mal rato vivido, fue una
turbulencia inesperada, de esos fenómenos que pasan
una vez en un millón de vuelos, algo de un enfrentamiento de vientos calientes con corrientes frías.
Sin Escala //
N o 1 // Mayo 2014
27
// CRÓNICA //