Sin Escala (Mayo 2014) | Page 27

Escrita por Adriana Villanueva M e persigno cuando despega el avión. No soy devota ni beata pero cada vez que la nave en la que salgo de viaje alza el vuelo, hago la señal de la cruz y me aferro a una medallita de La Milagrosa hasta que el piloto alcanza la altitud deseada. Me gusta ver que a mi alrededor se persignan, mientras más gente encomendada, mejor, pero la señora que tenía sentada al lado, con las palmas alzadas como invocando al espíritu santo, me inquietó, era como si en la energía irradiada por sus manos, en lugar de en la destreza del piloto de Laser, estuvieran los mandos del avión. Cuando sonó la campanita que indica que ya podía comenzar el servicio de vuelo, mi vecina de asiento bajó las palmas y se relajó. Me debió haber visto aferrada a la medallita porque sonrió con complicidad: “Si hija, hay que orar, pedirle a la sagrada providencia que nos envuelva en su manto divino y nos lleve con bien a nuestro destino”. No sé que contestarle, con tal de que no me tome la mano como en una ceremonia carismática. El marido contempla distraído cómo el avión se aleja de la costa de Naiguatá. La señora se da cuenta que la miro con escepticismo y comienza a contarme su historia, no precisamente el tipo de historia que a alguien que se persigna al despegar el avión le gusta oír a 13 mil pies de altura: “Hace unos años, cuando Avensa volaba a Nueva York, por razones de trabajo tenía que agarrar ese vuelo casi todas las semanas. Me iba un lunes y regresaba un miércoles. Se me hizo tan normal viajar en avión que ninguna turbulencia me inmutaba, hasta que una vez, cruzando El Triángulo de las Bermudas, se presentó una turbulencia tan fuerte e inesperada que una de las aeromozas, que servía agua a un pasajero, se cayó en el suelo con jarra y todo. Hubo quienes se dieron golpes en la cabeza por no estar con el cinturón amarrado. La turbulencia era brava, y así estuvo por más de media hora, sacudón tras sacudón, parecía que el avión se iba a precipitar en el mar. La gente gritaba, lloraba, más de uno se hizo sus necesidades encima. Yo lo único que hice fue rezar”. Mi termómetro del miedo en las turbulencias aéreas es el personal de vuelo, cuando el piloto los manda a sentar y ajustarse los cinturones de seguridad, si conversan tranquilos, o hojean una revista como si nada estuviera pasando, me tranquilizo, por eso interrumpí a la señora: “¿Y la tripulación? ¿Mantuvo la sangre fría?”. “Noooo, mi amor, las aeromozas eran quienes más lloraban. Una no dejaba de gemir. Ahí el único que parecía mantener la sangre fría era el piloto que tomó el micrófono para decirnos que tranquilos, que saldríamos de esta. Cuando por fin pasamos la turbulencia, el piloto pidió disculpas por el mal rato vivido, fue una turbulencia inesperada, de esos fenómenos que pasan una vez en un millón de vuelos, algo de un enfrentamiento de vientos calientes con corrientes frías. Sin Escala // N o 1 // Mayo 2014 27 // CRÓNICA //