Hubo esta vez un gran país lleno de pequeñas ciudades sitiadas dentro de cada casa. Personas viviendo sobre y dentro de la penumbra, en habitaciones y comedores alumbrados por bombillas eléctricas. Construían dentro de las paredes escenarios diversos, códigos nuevos de convivencia, y distribuían sus tareas entre los quehaceres de la casa y practicar el trueque, como comercio, con otras ciudades.
El país estaba comandado por el poder todopoderoso de los de siempre; acostumbrados a navegar por sus propios ríos, lejos de los ciudadanos.
Allí estaban ellos, los nuevos comensales de un sistema inaudito hasta estos tiempos.
Se pasaban horas tramando ideas de auto-supervivencia, paseaban por el frente de sus ciudades, los que tenían frente; y por el fondo, los otros.
Cercados por rejas de mediana altura, a medio metro de la cabeza de un ciudadano medio; regaban constantemente las rosas, los jazmines y demás flores y plantas instaladas en los jardines. Era un nuevo medio, casi indiferente al mundo natural.
En las infaltables calles, solían estar por doquier: las negras, largas, cortas y anchas franjas del asfalto. No caminaba nadie sobre ellas, a no ser los perdidos o desorientados que no llevaban, o perdían, el mapa de su ciudad. También deambulaban los rebeldes que no comprendían o rechazaban: los códigos y leyes que planteaban sus ciudades; por lo cual buscaban otras, la que mejor les convenga.
No existía ningún contacto entre estos y los otros personajes, con titulo de ciudadanos. Nadie entendía bien por que se rechazaban, pero era mutuo; tal vez por desprecio, vergüenza, desentendimiento, o en fin, lo que sea.
La cosa andaba así. Pero, como en todo país, había un problemita importante. Todas las ciudades necesitaban suministrar provisiones para alimentarse. Para lo cual se acudía a un personaje: “el callejero”; que por supuesto, actuaba sin que los otros callejeros se enterasen. Eran digamos, los infiltrados, los doble cara, etc.
Este actor intermediaba entre los ciudadanos y los dioses todopoderosos del trueque a nivel mundial. Su función era simple: caminar por las veredas, tocar el timbre de las ciudades y suministrar provisiones a los ciudadanos; a cambio, por supuesto, de buenos tragos de whisky escoses.
Los ciudadanos convivían casi armoniosamente entre ellos, por las noches realizaban buenas comilonas, casi familiares y descansaban mirando las estrellas, tan lejanas como siempre y dispuestas a hacer divagar a cualquiera por sus solitarias luces y abismos. Durante el día no había más rutina que la casera y más trabajo que pensar en sus códigos, leyes morales y demás; incluso en acabar con los callejeros, porque les molestaba verlos tranquilos, solos y vagabundos.
EL PAÍS DETRÁS DE LA REJA
UNO