Sin embargo, el gran precursor de esta línea de
inteligencia es David Goleman, investigador y
periodista del New York Times, quien a través de su
libro “La Inteligencia Emocional” publicado en 1995,
realizó una fusión entre los conceptos de inteligencia
y emoción, llegando afirmar que utilizó el término
emoción para referirse a un sentimiento y
pensamientos característicos, a estados psicológicos y
biológicos y a una variedad de tendencias a actuar.
También aseguró que existen cientos de emociones,
junto con sus combinaciones, variables, mutaciones y
matices.
En su esencia, la inteligencia emocional se convierte
en la fuente primaria de la energía humana, la
autenticidad, aspiración y empuje que activan los
valores y propósitos en la vida, ya que está compuesta
por cuatro elementos o pilares como el
autoconocimiento emocional (o conciencia de uno
mismo), el autocontrol emocional (o
autorregulación), la empatía y las habilidades
sociales.
Todo esto conlleva afirmar que la inteligencia
emocional no implica estar siempre contento o
evitar las perturbaciones, sino mantener el equilibrio
entre el saber atravesar los malos momentos que
depara la vida, reconocer y aceptar los propios
sentimientos y salir airoso de esas situaciones sin
dañarse ni dañar a los demás, es decir, no se trata
de hacer a un lado las efusiones que se pueda tener
sino de lograr administrarlas con inteligencia.
Lo que para muchos les puede resultar difícil de
asimilar o entender, es que este sistema
emocional que acompaña a la inteligencia de un
individuo, encuentra su origen en las capas más
profundas del cerebro.
De acuerdo a Díaz (1998), éste se encuentra en lo
que los neurólogos conocen como sistema límbico,
compuesto a su vez por la amígdala y el hipocampo.
El autor señala que “este núcleo primitivo está
rodeado por el neocórtex, el asiento del
pensamiento, responsable del razonamiento, la
reflexión, la capacidad de prever y de imaginar. Allí
también se procesan las informaciones que llegan
desde los órganos de los sentidos y se producen