Sentí dolor en la oreja. Me froté con la mano. Estaba húmedo.
De la herida me salía sangre de nuevo.
Miré el líquido rojo que me llenaba la mano. Esta vez no me
mareé ni vi monstruos peleando. Faltaba luz. Sólo sentí frío y tuve
ganas de volver el estómago.
-Ayúdame, Dios mío –supliqué -. No quiero morir aquí. De
pronto, recordé algo: Había un conserje que vivía en el extremo
oriente de la escuela. Tenia esposa y una joven sobrina de quien se
habían hecho cargo cuando quedó huérfana. Aunque la casa de
esa familia estaba lejos de donde yo me encontraba, grité con todas
mis fuerzas:
-¡Auxilio! ¡Ayúdenme! Estoy atrapado. ¡Auxilio!
En el silencio de la noche, tal vez mis clamores llegarían al
conserje o a algún vecino y llamarían a la policía.
Después de varias horas, sentí la garganta desgarrada.
-¡Auxilio! ¡Auxilio! Por favor ¡Alguien que me escuche!
Ya no podía más. Me dediqué a llorar. Encendí la lucecita azul
de mi reloj: Iba a dar la una de la mañana. Tenia mucho sueño, así
que me acurruqué en un rincón, dispuesto a dormirme.
Repentinamente oí algo. Abrí mucho los ojos. ¡Era el sonido de
pisadas cercanas! Encendieron el foco del patio y una luz tenue
entró por la rendija arriba de mi cabeza.
-¡Auxilio! -grité, pero mi queja sonó débil y ronca.
-¿Quién está allá adentro? -preguntó la voz de una mujer.
-¡Yo! –contesté -. ¡Soy yo! Felipe. Un alumno. Me dejaron
encerrado en el sótano. Ayúdenme a salir, por favor.
-¿Felipe? -dijo la voz -. El candado está cerrado. Voy a ver si
puedo romperlo.
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