8.
Un campeón no se queda postrado
Era viernes en la tarde. Los empleados se irían y la escuela
estaría cerrada todo el fin de semana. Grité con todas mis fuerzas:
-¡Déjenme salir!
Nadie contestó. Trepé por la escalera y golpeé la tapa hasta
que me lastimé el brazo. Lágrimas de pánico y coraje comenzaron
a mojarme la cara. Era inútil. Estaba atrapado. Oscurecía. Cada vez
entraba menos luz por las rendijas. Volví a gritar:
-¡Abran, por favor! ¡Estoy aquí encerrado! Alguien que me
escuche... ¡abran, abran, por favor!
Cuando mis padres volvieran del hospital, no me encontrarían
en casa; Carmela se encogería de hombros y ellos enloquecerían
buscándome. Pero nadie me hallaría, hasta el lunes, y para
entonces, estaría muerto.
Las palabras de papá se repetían en mi mente una y otra vez:
“Eres grandioso, pero también vulnerable. Cuídate. No te metas en
más problemas...”
Afuera se oían murmullos muy lejanos.
-¡Auxilio! Ábranme, ¡por favor!
Los rumores disminuyeron.
Se hizo de noche y el colegio quedó solo.
Hablé conmigo mismo:
-¡Cuánta maldad! Una cosa es hacer bromas, poner apodos o
echarle el perro a alguien, y otra muy diferente es encerrar a un
compañero durante dos días y tres noches. ¡No lo puedo creer!
¡Lobelo quiere matarme!
40