-¡Sólo da un paso al frente y déjate caer! ¡Anda, sé valiente!
Tuve ganas de propinarle un golpe, pero no podía moverme.
-¿Qué te pasa? -me animó -. No lo pienses.
Quise impulsarme. Mi cuerpo se bamboleó y Riky soltó una
carcajada.
-¡Estás temblando de miedo! Quítate. Voy a demostrarte cómo
se hace.
Llegó junto a mí.
-¡Papá, mamá! Miren.
Mis padres saludaron desde abajo. Cuando se iba a arrojar, lo
detuve del brazo.
-Si eres tan bueno –murmuré -, aviéntate de cabeza, o de
espaldas. Anda. ¡Demuéstrales!
-¡Suéltame!
Comenzamos a forcejear justo en el borde de la plataforma.
-¡Vamos! –repetí -. Arrójate dando vueltas, como los verdaderos
deportistas.
-¡No! ¡Déjame en paz!
Mis padres vociferaban histéricos desde abajo:
-¡Niños! ¡No peleen! ¡Se pueden a caer! ¡Se van a lastimar!
¿Qué les pasa? ¡Felipe! ¡Suelta a tu hermanito!
Riky me lanzó una patada. Aunque era más ágil, yo era más
grande. Hice un esfuerzo y lo empujé; entonces perdió el equilibrio,
se asustó y quiso apoyarse en mí, pero en vez de ayudarlo, lo volví
a empujar.
Salió por los aires hacia un lado.
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