El perro chilló y me soltó. Hubo exclamaciones de enojo. Lobelo
protestó:
-¿Qué haces? ¡Vas a lastimar a mi mascota!
Volví a golpear al perro con la silla y entonces la fiera se olvidó
del juego que le habían enseñado y se abalanzó a mi cara.
Interpuse el brazo y me encogí. Comenzó a morderme todo el
cuerpo. Sentí sus colmillos penetrar en mi costado, mis piernas, mi
espalda, mi oreja...
-¡Sepárenlo! ¡Lo va a matar!
Al fin lo apartaron.
Me quedé tirado en el rincón.
Tenía la ropa desgarrada y varias heridas profundas. Estaba
temblando de miedo y llorando de dolor. Dos muchachitas me
llevaron a un sillón de la casa.
-¡Pobrecito! -murmuró una de ellas -, ¿te sientes bien? Antes de
que llegaras, estuvieron jugando con el perro. Hubo varios
voluntarios. Fue divertido, pero contigo las cosas se salieron de
control... Pobrecito... Voy por medicina.
Me senté en el sillón y sentí que me desmayaba. A los pocos
minutos volvió.
-Necesitas desvestirte. Para lavarte y ponerte desinfectante.
-¡Yo me voy! -dijo la otra chica -. Te quedas con él.
-¡Nada de eso! Felipe, desvístete solo y entra al baño a curarte
tú mismo. Aquí están las medicinas.
Caminé abriendo las piernas, lleno de vergüenza. Entré al
sanitario. Me quité el pantalón lo lavé, lo exprimí y lo froté con una
toalla. Las heridas me lastimaban el cuerpo, pero el pantalón
orinado me lastimaba el amor propio.
30