» “Mamá” dijo Gina, “tengo mucha sed.”
» La oscuridad y el frío congelante le impedían explorar lo que
había cerca. Aún así, estiró los brazos y tanteó a su alrededor.
Encontró un pequeño frasco de mayonesa. Lo abrió y se lo dio a la
niña. Eso le calmó la sed y el hambre por el momento. Susana
sabía que iba a morir, pero deseaba que su hija viviera, por eso, no
tomó para ella ni una pizca de mayonesa.
» Pasaron las horas. El frío se colaba por entre el cascajo en
leves corrientes pero, a veces, el aire dejaba de fluir y el ambiente
se congelaba. Faltaba oxígeno.
» “Procura no moverte, hija” le dijo Susana, “si puedes,
duérmete.
» “Mamá, tengo sed.”
» Susana volvió a buscar con sus manos. No había nada más
que pudiera comerse o beberse.
» Perdieron la noción del tiempo. La madre comenzó a sufrir
pesadillas. Se imaginaba que estaba en el ártico, extraviada entre
las nieves perpetuas, desfalleciendo. El hambre y el frío la
despertaban y volvía a la realidad. Tenía la piel entumida y la boca
seca. Escuchaba entre nubes la voz de su hija que cada vez
sonaba más débil:
» “Mamá; tengo mucha sed.”
» Habían pasado dos días y dos noches. Susana tuvo un
pensamiento claro: si no hacía algo pronto, su hijita moriría. Estaba
desesperada. ¿Qué podía hacer para salvarla? La niña necesitaba
un líquido caliente, pronto... Guardó el aliento y un estremecimiento
le recorrió la piel al razonar que contaba con ese líquido: su propia
sangre. Sin pensarlo dos veces, buscó el frasco de mayonesa vacío
y lo rompió. Tomó uno de los cristales y se cortó el dedo. Se lo
ofreció a la niña. Gina lo chupó con gran desesperación.
» “Más, mamá” dijo la pequeña, “dame más...”
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