SAN PABLO DE LA CRUZ "MAESTRO DE LA MUERTE MISTICA" Padre Antonio Maria Artola | Page 26
XXVI.- Al agradecerle muchísimo en Jesucristo el precioso corazón,
con el Crucificado dentro, que se ha dignado enviarme, recibido hace
unos instantes con su carta y que me ha edificado grandemente, tengo
la suerte de contestarle que las cosas de su espíritu nunca han estado
tan bien como ahora, porque en sus sufrimientos interiores está en
continuo ejercicio de desnudez y pobreza de espíritu, rica de todo bien:
por lo tanto, descanse sobre la desnuda cruz del dulce Jesús, y no
pronuncie más lamento que este gemido infantil: «¡Padre mío, Padre
mío! hágase tu voluntad»; y luego a callar, continuando su reposo
sobre la Cruz, hasta que llegue el precioso tiempo de la verdadera
muerte mística; pues en tan preciosa muerte, más deseable que la vida
misma, se hallará escondida, como dice S. Pablo, en Jesucristo Dios, y
se encontrará en aquella elevada soledad que desea, con total despego
de toda cosa creada. Ya es tiempo de la callada y tranquila paciencia,
sufriendo con profunda resignación la agonía en que se halla, que la
llevará a la muerte mística. (A la M. María Ana Teresa, 20.7.1769. L.
IV, 63).
XXVII.- Me alegro mucho en el Señor de que en este bendito día,
ese venerable monasterio haya conseguido una nueva esposa de nuestro
Amor Crucificado, con la investidura de la noble doncella para la que
pido del Sumo Bien copiosas bendiciones de gracias y dones celestiales,
y sobre todo, que en esta mañana muera esta nobilísima joven de aquella
muerte mística que es principio de la vida eterna, que gozará en el
Paraíso en premio del sacrificio que hace al Altísimo de sí misma en la
sagrada religión. Muera, pues, y sepúltese para siempre para todas las
cosas creadas, y viva clavada sobre la Cruz del dulce Jesús con los tres
clavos de oro, que son los votos que pronunciará solemnemente al
finalizar su noviciado, para que sea santa de cuerpo y de espíritu, como
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dice S. Pablo. (A la M. Priora de las M. Carmelitas de Roma, el 19.
11. 1769. L. IV, 57).
XXVIII.- He recibido anteayer su carta firmada el 15 del pasado
noviembre, en la que veo el presente estado de aridez en que se
encuentra, abandono, penas internas y externas. Pero al haberse rendido
al divino amor, S.D.M. la hace caminar por la vía del puro, recto, santo
amor; es necesario que pase por la senda de un duro sufrir, para que se
purifique el oro y se separe de la escoria, con objeto de que el alma,
bien purificada y limpia de todas aquellas imperfecciones imperceptibles
a nuestros ojos, vuele a las alturas y repose en el celestial seno del
santo y puro amor que es Dios, Sumo Bien y todo amor y caridad.
En ese estado, deberá permanecer en oración, con perfecta
desnudez y pobreza de espíritu, con la parte superior de la mente atenta
a Dios, pacíficamente sentada en la silla de un gran sufrir, en tranquilo
silencio sin quejas internas o externas, a no ser un lamento infantil, como
por ejemplo: «¡Oh, Padre mío, eterno Padre, así está bien; me gusta
lo que te guste a Ti!» O también: «Padre, a tus manos encomiendo
mi espíritu». Y dicho esto como Jesucristo, expirar y morir con Cristo
de muerte mística y del santo y puro amor, para resucitar luego con
Cristo a nueva vida divina y vivir allí una vida de completo y santo
amor, en el amor purísimo del gran Rey de los corazones y del santo
amor. (A Ana María Calcagnini, el 12.12.1769. L. III, 827).
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