ARTÍCULO
Entra un individuo al auditorio: barbado, paso firme, cerveza en mano. Sin pensarlo demasiado -entre 1000 butacas no ve
alternativa- se acomoda en un asiento flanqueado por infantes, tan ruidosos como desconocidos. Y goza, goza durante hora y
media, goza magistralmente el show de marionetas de 31 Minutos. ¿Cuál es la explicación?
“¿Hay algo más tenaz que la memoria? El olvido.” Escribió alguna vez Salvador Elizondo (1932-2006). Cerca. Más allá del olvido
y su limbo, está el jingle.
Dejemos de lado a J.J. Abrams y a sus acólitos del recuerdo. No caigamos en el lugar común, estas líneas no van de nostalgia. La
nostalgia es la melancolía del galeno. El jingle es una resistencia subconsciente, un reflejo neuronal, una brasa indeseable que
el tiempo no extingue.
Soy un dinosaurio y me llamo Anacleto,
por cosas del destino no morí en la glaciación.
Mis amigos se extinguieron, me dejaron solo
y tuve que resignarme a esta situación.
Canturreo y trato de ignorar el sentimiento jurásico que
detona la horda de mocosos que me sitia. Y los veo
diminutos, despreciables y pienso que yo no tenía su edad
cuando aprendí la letra. Ellos oscilan entre los 6 y 12 años,
cuando lo veía en Nickelodeon yo ya ostentaba unos
hormonales 16. Para mí, 31 Minutos no fue una pieza
dorada de la infancia sino un gusto inconfesable frente a
la caterva juvenil.
No era un niño y me gustaba. Y me gusta, ¿seguro no soy
un niño? Carcomido por la duda no me queda otra más
que importunar al rojo roedor, Juan Carlos Bodoque
-dígase Álvaro Díaz, la mano bajo el peluche- con estas
inquietudes. ¿En qué consiste lo infantil?
Con un acento chilenísimo me cuenta que “la idea de la
infancia o lo infantil es algo que tenemos todos, no tiene
que ver con la edad, sino el enganche que tiene uno desde
los 10 o 12 años, qué te gustaba en esa época y de eso qué
te sigue entreteniendo y emocionando. Nos conectamos
con la niñez como adultos, no nos interesa qué le gustaría
a los niños de ahora, nos interesa lo que le gusta al niño
que tenemos dentro”.
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