El reto de enseñar en un universo en constante cambio, violento,
peligroso, sumergido en diversas crisis, lleno de inseguridades, altamente
heterogéneo y multifacético, debe ser concebido, y para ello es impostergable
descifrar lo que necesitamos para ser docentes que formamos desde los
designios de los valores ciudadanos, que no son otros que los valores
familiares en atención a construir un mundo donde la paz encuentre su
verdadero significado existencial.
Por ahora, podríamos comenzar por abrirnos a la llegada y permanencia
de una cultura de la paz mediante el calor de los valores familiares. Ello lleva
a concebir el fenómeno desde la humildad; sin duda, la complejidad del mundo
implica fascinación y la admiración lo perciben sólo los humildes. No se puede
ahondar en este campo sin apropiarnos de nuestros límites y sobre todo de
nuestra recóndita condición humana, es lo indispensable en este desafío.
Como expresa Maturana (1999): “…que respete el proceso de conocer del
otro, porque existen múltiples realidades, todas ellas legítimas” (pág. 75).
Asombro, agradecimiento y humildad son las puertas de entrada a la
formación en valores para la convivencia. Humildad de quien reconoce que no
es superior a nadie, que es capaz de agradecer lo que se le brinda. No es
mérito alguno si afortunadamente se ha nacido bajo la protección de una
familia, sano, inteligente y fuerte; el verdadero merito está en sortear las
dificultades, ya que la vida del hombre es un continuo y creador rescate ante
el asedio de las adversidades.
La supervivencia de la especie humana es un permanente llamado a
construir bajo el amparo de la fraternidad universal y cósmica que nos impele
a ser tolerantes, y abrirse a la necesidad de respetar e incluso alegrarse de la
diversidad, considerándola como una riqueza que nos rodea.
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Arbitrado
planetario.