brinco, te dice que si quieres quedarte a cenar, pero tú no sabías que El Acontista también es un restaurante “¿Es tu primera vez aquí?”, asientes con la cabeza, “deberías venir más seguido”, te dice mientras guiña un ojo.
Cuando terminas un pollo crocante con la salsa de la casa y papas a la francesa, tomas tu bolso para buscar en él tu billetera. La expresión en la cara del joven te confunde hasta que te pregunta decepcionado si ya te vas. Le respondes que sí, no le explicas a él, pero ya se te hizo tarde para llegar a tu casa y terminar el reportaje final que debes entregar para tu clase de Periodismo.
¿Y si sin darte cuenta, vives un cuento de hadas?
Pero no lo vuelves a ver esa semana, ni la siguiente, ni la que vino después de la anterior. Pasaron meses y seguiste haciendo lo mismo, ya no creías que fuera a regresar, pero albergabas la esperanza en la repetición de cada acto similar al de ese día. Ahora este era tu ritual, era algo que compartías con él así no lo supiera, donde quiera que estuviera, esa era su conexión. Sabes, o estás casi segura, que siempre recordarán ese día, esa velada perfecta, llena de historias, café, libros, comida, música y hasta flores; en un lugar que se convirtió en significativo para ti, que les dio esa magia: El Acontista.
El Acontista: un lugar para
enamorarse
Pero los ojos del joven te imploran que te quedes un rato más, y sus palabras no dicen lo contrario, aseguran que la música en vivo de El Acontista no te va a decepcionar.
Un saxofón, perfecto para una cita. Piensas que este momento parece planeado, sacado de alguna película de amor que alguna vez viste y disfrutaste; un hombre pasa por tu mesa vendiendo flores y el joven no duda en comprarte una, así confirma tu hipótesis.
Miras el reloj en tu celular: nueve y media, ahora sí debes correr. Te distrajiste demasiado con todas las historias que el joven tenía para contarte. Pero te despides rápidamente sin si quiera pensar en programar otro encuentro con él, no le pides su nombre, ni su número, ni su usuario en Instagram. Sueltas tu mano de la suya, antes la había tomado de forma sutil pero coqueta y habías sentido algo en el pecho, como cosquillas electrocutadas.
Te vas. En la noche terminas el reportaje, pero no dejas de pensar en los ojos y el pelo castaño del joven, en la tarde tan maravillosa que pasaste en El Acontista. A la mañana siguiente, entregas tu final, sigues pensando en él, no le cuentas a nadie pues prefieres guárdate tus cosas a menos de que sea inevitable compartirlas. Una semana después, vuelves a El Acontista, esperas volverlo a ver. Tomas un libro de ficción, repites exactamente las mismas acciones que hiciste hace una semana, crees que eso puede atraerlo a ti de nuevo.
sigues pensando en él, no le cuentas a nadie pues prefieres guárdate tus cosas a menos de que sea inevitable compartirlas. Una semana después, vuelves a El Acontista, esperas volverlo a ver. Tomas un libro de ficción, repites exactamente las mismas acciones que hiciste hace una semana, crees que eso puede atraerlo a ti de nuevo. cuentas a nadie pues prefieres guárdate tus cosas a menos de que sea inevitable compartirlas. Una semana después, vuelves a El Acontista, esperas volverlo a ver. Tomas un libro de ficción, repites exactamente las mismas acciones que hiciste hace una semana, crees que eso puede atraerlo a ti de nuevo.
Pero no lo vuelves a ver esa semana, ni la siguiente, ni la que vino después de la anterior. Pasaron meses y seguiste haciendo lo mismo, ya no creías que fuera a regresar, pero albergabas la esperanza en la repetición de cada acto similar al de ese día. Ahora este era tu ritual, era algo que compartías con él así no lo supiera, donde quiera que estuviera, esa era su conexión. Estás casi segura de que siempre recordarán ese día, esa velada perfecta, llena de historias, café, libros, comida, música y hasta flores; en un lugar que se convirtió en significativo para ti, que les dio esa magia: El Acontista.
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