franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:
—Esta tarde no entiendes nada, reina. Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo:
—La mala vida te está embruteciendo.
Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante.
La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
—Todo eso es verdad —dijo José.
—Entonces —dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra mano arrojó la colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
—Por lo que te dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
—¡Qué horror!, José. ¡Qué horror! —dijo, todavía riendo—. José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón, que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
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Fragmento de La mujer que llegaba a las 6, Gabriel García Márquez, 1950