Revista Sarah 1 | Page 10

Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:

—¿Aunque no me acueste contigo? —dijo. Y solo entonces José volvió a mirarla:—Te quiero tanto que no me acostaría contigo —dijo.

Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:

—Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.

En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rio, estrepitosamente.

—Entonces, no estás celoso. En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices. Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.

—¿Entonces? —dijo la mujer.

—Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.

—¿Qué? —dijo la mujer.

—Eso de irte con un hombre distinto todos los días —dijo José.

—¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.

—Para que no se fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fuera contigo.

—Es lo mismo —dijo la mujer.

—Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!

José volvió a sonrojarse con una timidez

La mujer que llEgaba a las

Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

—Quiero verte contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

—¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo. La mujer lo miró con frialdad.

—¿Sííí...? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

—No he querido decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

—No te lo digo por eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y

se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara.

—Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

—No tengo hambre —dijo la mujer.

Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio vago en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?

—Es verdad —dijo José, en seco sin mirarla.

—¿A pesar de lo que te dije? —dijo la mujer.

—¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.

—Lo del millón de pesos —dijo la mujer.

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Ficción