El paseo consiste en recorrer los 50
kilómetros que la laguna tiene de largo,
parando solo lo justo y necesario para comer,
ir al baño y comprar algunas provisiones.
El resto del tiempo se pasa a menos de un
metro sobre el agua, a merced del viento
que durante las horas del mediodía escasea.
Como los veleros que ocupan en Bacalar no
tienen motor, solo queda esperar abordo,
en compañía de los otros 3 tripulantes,
quienes luego de unos minutos, ya cansados
de mirarse las caras, se quedan en silencio.
Observan. Escuchan. Sienten.
Si bien podría parecer tedioso el hecho de
no avanzar, la vegetación que rodea a la
laguna y la tibia temperatura del agua hacen
de estas horas muertas un espacio para
disfrutar nadando y observando las distintas
tonalidades de verdes que entrega la selva
de palmeras y árboles tropicales que rodean
la laguna.
El panorama nocturno recuerda a los
náufragos: tres personas flotando en una
base muy pequeña, a escasos centímetros
sobre el agua y ocupando a las estrellas
como guía. Sin ningún GPS o brújula para al
menos saber para dónde uno se dirige. Sólo
dos posibilidades en kilómetros a la redonda:
selva o agua.
Esto podría alarmar a algunos, pero como a
esa altura parece ya no haber escapatoria
pues no se puede prender el motor y partir
a casa, no queda más que tomar un respiro
profundo y relajarse.
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