M.M. Álvarez
dirlo. Leyera las veces que leyera sus ojos no
harían desaparecer el error.
Observaba con detenimiento la portada,
tal como había hecho antes cientos de veces.
Hecha al óleo por su querida esposa, donde un
cielo con fulgurantes estrellas romboides
iluminaba una ciudad dormida.
Le daba mucha bronca haberse
descuidado, que ahora el tropiezo fuese
permanente y que hasta su difunta mujer se viese
implicada en ello. Lo único que lograba quitarle
un poco el malestar era que la antología constaba
en sí de diecisiete relatos originales, y solo uno
exhibía imperfecciones. La numeración de página
donde iniciaba la reveladora historia era la 201 y
el título, impreso como todos, con fuente Times
New Roman, tamaño 18, rezaba: Tardamos, pero
nos volvimos a encontrar.
Una zona de su cabeza -digámosle
hemisferio positivo- le decía que nadie se daría
cuenta, que era solo una aguja en un pajar de
letras, pero otra, la que habitualmente tenía la
razón -el hemisferio negativo- lo sentenciaba a
una muerte lenta y dolorosa. Dándole a entender
que su corta carrera como escritor empezaría la
debacle sin antes haber ascendido un par de
escalones.
Se golpeó la frente con la palma de la
mano corrigiendo un descarado pensamiento. Le
pasaba seguido, era algo que no controlaba, pero
que jamás había manifestado en voz alta. Aquello
nunca se lo perdonaría. Porque había instantes
donde se imaginaba una vida sin sus hijos. Una
vida donde todavía existía su esposa, y donde se
cuidaba con mucha más responsabilidad. Y la
presión que experimentaba por la futura opinión
pública de su libro lo ayudaba a desembocar en
tales razonamientos.
Solía pensar en ellos como en un par de
galimatías.
La dificultad consistía en que no tenía de
dónde sacar fuerzas para ponerse a elaborar los
disfraces ya que la promesa había sido hecha con
la condición de sorprenderlos con algo diferente y
y no con la típica sábana con agujeros.
Padecía un intenso miedo al fracaso pero
sus hijos no tenían por qué pagar por su
negligencia. No, tenía que ponerse manos a la
obra y terminar lo que había asegurado. Inclusive
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“A veces tenía el hábito
repugnante de que al
lastimarse
emocionalmente se le
daba por proyectar su
dolor con cierta
impunidad. Y esa tarde
había tenido otro de sus
episodios”
había deducido que la suspensión de incredulidad
también podía aplicarse perfectamente al arte de
usar un disfraz o una máscara, ya que dejamos de
lado nuestro sentido crítico y nos entregamos de
forma dócil a la ilusión de estar viviendo en la piel
de alguien más aunque sea por un tiempo
determinado.
Con paso lento y agobiado se encaminó
a la sala de estar donde escudriñó con
arrepentimiento la vieja máquina portátil de
costura Singer, la cual lo esperaba con ganas de
ser manipulada en un oscuro rincón.
En el patio los chicos jugaban al fútbol
sin otra preocupación en mente que ver quién era
más habilidoso con la pelota.
La tarde de septiembre ondeaba cálida y
suave como el terciopelo. No obstante se iba
notando una ligera garúa.
Los llamó adentro y ambos niños se
plantaron automáticamente frente a la televisión
sin siquiera limpiarse las zapatillas.
Después de darle un beso a cada uno se dirigió al
estudio con la máquina en brazos.
A veces tenía el hábito repugnante de
que al lastimarse emocionalmente se le daba por
proyectar su dolor con cierta impunidad. Y esa
tarde había tenido otro de sus episodios,
dirigiendo su calvario personal hacia ellos. Y
mentiría si dijera que no le dolió. Le penetró la
carne, porque en realidad no odiaba a nadie más
que a él mismo.