Revista Rocamadour Revista completa | Page 27

M.M. Álvarez dirlo. Leyera las veces que leyera sus ojos no harían desaparecer el error. Observaba con detenimiento la portada, tal como había hecho antes cientos de veces. Hecha al óleo por su querida esposa, donde un cielo con fulgurantes estrellas romboides iluminaba una ciudad dormida. Le daba mucha bronca haberse descuidado, que ahora el tropiezo fuese permanente y que hasta su difunta mujer se viese implicada en ello. Lo único que lograba quitarle un poco el malestar era que la antología constaba en sí de diecisiete relatos originales, y solo uno exhibía imperfecciones. La numeración de página donde iniciaba la reveladora historia era la 201 y el título, impreso como todos, con fuente Times New Roman, tamaño 18, rezaba: Tardamos, pero nos volvimos a encontrar. Una zona de su cabeza -digámosle hemisferio positivo- le decía que nadie se daría cuenta, que era solo una aguja en un pajar de letras, pero otra, la que habitualmente tenía la razón -el hemisferio negativo- lo sentenciaba a una muerte lenta y dolorosa. Dándole a entender que su corta carrera como escritor empezaría la debacle sin antes haber ascendido un par de escalones. Se golpeó la frente con la palma de la mano corrigiendo un descarado pensamiento. Le pasaba seguido, era algo que no controlaba, pero que jamás había manifestado en voz alta. Aquello nunca se lo perdonaría. Porque había instantes donde se imaginaba una vida sin sus hijos. Una vida donde todavía existía su esposa, y donde se cuidaba con mucha más responsabilidad. Y la presión que experimentaba por la futura opinión pública de su libro lo ayudaba a desembocar en tales razonamientos. Solía pensar en ellos como en un par de galimatías. La dificultad consistía en que no tenía de dónde sacar fuerzas para ponerse a elaborar los disfraces ya que la promesa había sido hecha con la condición de sorprenderlos con algo diferente y y no con la típica sábana con agujeros. Padecía un intenso miedo al fracaso pero sus hijos no tenían por qué pagar por su negligencia. No, tenía que ponerse manos a la obra y terminar lo que había asegurado. Inclusive 27 “A veces tenía el hábito repugnante de que al lastimarse emocionalmente se le daba por proyectar su dolor con cierta impunidad. Y esa tarde había tenido otro de sus episodios” había deducido que la suspensión de incredulidad también podía aplicarse perfectamente al arte de usar un disfraz o una máscara, ya que dejamos de lado nuestro sentido crítico y nos entregamos de forma dócil a la ilusión de estar viviendo en la piel de alguien más aunque sea por un tiempo determinado. Con paso lento y agobiado se encaminó a la sala de estar donde escudriñó con arrepentimiento la vieja máquina portátil de costura Singer, la cual lo esperaba con ganas de ser manipulada en un oscuro rincón. En el patio los chicos jugaban al fútbol sin otra preocupación en mente que ver quién era más habilidoso con la pelota. La tarde de septiembre ondeaba cálida y suave como el terciopelo. No obstante se iba notando una ligera garúa. Los llamó adentro y ambos niños se plantaron automáticamente frente a la televisión sin siquiera limpiarse las zapatillas. Después de darle un beso a cada uno se dirigió al estudio con la máquina en brazos. A veces tenía el hábito repugnante de que al lastimarse emocionalmente se le daba por proyectar su dolor con cierta impunidad. Y esa tarde había tenido otro de sus episodios, dirigiendo su calvario personal hacia ellos. Y mentiría si dijera que no le dolió. Le penetró la carne, porque en realidad no odiaba a nadie más que a él mismo.