Revista Rocamadour Revista completa | Page 26

26 Estaba seguro de haber corregido el relato una y mil veces. Sin embargo allí estaba el error. Aunque no se trataba de una garrafal falta de ortografía, la naturaleza de la inexactitud era de cohesión y continuidad, ligada a los actos cometidos por el personaje principal de la obra. Y le daba la aguda impresión de que el que lo leyera más de dos veces encontraría la falla y lo tildaría irremediablemente de escritor amateur, o peor, de un escritor de mierda. Arriba del mueble para computadora que usaba de escritorio, justo donde iría el monitor, yacía abierta una de las cinco cajas que había ido a buscar a la editorial el miércoles pasado. Desde el interior asomaba el primero de una pila de libros con la excelente portada que su mujer ilustró en la lejana época donde todavía no se animaba a publicar. Una, porque era demasiado costoso -ya que si en algún momento lo hacía lo iba a hacer a lo grande y no con una tirada pobre e insignificante- y otra, porque aún no se tenía la estima y la confianza suficiente como para largarse a la carrera. Ahora estaba ahí, pensativo, girando sobre sí mismo en la silla con ruedas que había comprado junto con el escritorio, dándose golpecitos en el mentón con una lapicera descartable. No lo podía creer. Leía y releía y no lograba entender el haber pasado por alto semejante atrocidad. Era inconcebible por el hecho de que ya estaba todo finalizado y encima publicado. La editorial se había quedado con varios ejemplares para divulgarlos por su parte, situándolos en diversas librerías de la zona. Este lujo le había costado unos cuantos pesos más, pero reconocía el sacrificio como una gran inversión. Y una obviedad le asestó en la mente: ¿Por qué no supe solicitar los servicios de un corrector si tanto esperaba que el trabajo saliese bien? ¿Qué me habría costado, quinientos, seiscientos pesos más? Las demás cajas se hallaban apoyadas en la mesa de roble que tenía detrás. El sitio era lo que él denominaba su Estudio en Escarlata. Cuando visitaron el pueblo por primera vez, buscando un lote para comenzar a edificar, se toparon con que la casa en la que pasarían los mejores momentos de su vida, era una verdadera Tardamos, pero nos volvimos a encontrar ganga. Una fotografía en internet venía acompañada de la leyenda: “Antigua pero acogedora”. Pero nunca se presentaron con la intención de comprarla, sino de acercarse y corroborar la causa por la que podría ser tan barata. Sin embargo no hallaron ni una alfombra roída, ninguna puerta chirriante, ningún azulejo partido. Todo estaba bien. Todo estaba sospechosamente bien. Y cuando su mujer descubrió el estudio, guiada por el agente inmobiliario, la embelesaron las paredes rojas y las cortinas del color del vino tinto. Los años pasaron y ella quedó embarazada de gemelos. Al llegar el día del parto se presentaron severas complicaciones. Finalmente mortales, pero sus hijos sobrevivieron. La explicación que más tarde pudo darle uno de los médicos estuvo basada principalmente en la persistencia de su diabetes y en el tamaño que poseían ambos bebes. No hubo nada que hacer y por ella mantuvo el cuarto tal como estaba el día que obtuvieron la casa. Arriba de la mesa de roble también reposaban dos sábanas blancas, retazos de tela, dos caretas de plástico transparente, tijeras y una engrapadora. La fiesta de disfraces del instituto estaba pronta a llevarse a cabo y sus hijos, Víctor y Franco, los dos de nueve años, anhelaban ir con atuendos de fantasmas, y era de esperar que el trabajo de confeccionar los trajes recayera sobre él, cosa que en el momento lo tomó desprevenido pero con agrado, sin saber que un mes después tendría que batallar con el fastidio de haber arruinado la coherencia de uno de sus mejores relatos. Lo peor de todo era que los lectores perdieran el hilo, la suspensión de la incredulidad, como suele llamarse. Esa voluntad propia del sujeto por dejar de lado las inconsistencias en las que se ve empapado cuando lee y se deja llevar, adentrándose en ese mundo ajeno que tiene entre líneas y que se desenvuelve mediante las páginas van pasando. El concepto de verosimilitud que postula Aristóteles en su Poética, de que para convencer, es preferible una mentira creíble a una verdad increíble. Pero la certeza absoluta era que el riesgo de desconexión era inminente. Iría a pasar tarde o temprano y él ya no podía hacer nada para impe-