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Estaba seguro de haber corregido el
relato una y mil veces. Sin embargo allí estaba el
error.
Aunque no se trataba de una garrafal
falta de ortografía, la naturaleza de la inexactitud
era de cohesión y continuidad, ligada a los actos
cometidos por el personaje principal de la obra. Y
le daba la aguda impresión de que el que lo leyera
más de dos veces encontraría la falla y lo tildaría
irremediablemente de escritor amateur, o peor, de
un escritor de mierda.
Arriba del mueble para computadora que
usaba de escritorio, justo donde iría el monitor,
yacía abierta una de las cinco cajas que había ido
a buscar a la editorial el miércoles pasado. Desde
el interior asomaba el primero de una pila de
libros con la excelente portada que su mujer
ilustró en la lejana época donde todavía no se
animaba a publicar. Una, porque era demasiado
costoso -ya que si en algún momento lo hacía lo
iba a hacer a lo grande y no con una tirada pobre e
insignificante- y otra, porque aún no se tenía la
estima y la confianza suficiente como para
largarse a la carrera.
Ahora estaba ahí, pensativo, girando
sobre sí mismo en la silla con ruedas que había
comprado junto con el escritorio, dándose
golpecitos en el mentón con una lapicera
descartable. No lo podía creer. Leía y releía y no
lograba entender el haber pasado por alto
semejante atrocidad. Era inconcebible por el
hecho de que ya estaba todo finalizado y encima
publicado. La editorial se había quedado con
varios ejemplares para divulgarlos por su parte,
situándolos en diversas librerías de la zona. Este
lujo le había costado unos cuantos pesos más,
pero reconocía el sacrificio como una gran
inversión. Y una obviedad le asestó en la mente:
¿Por qué no supe solicitar los servicios de un
corrector si tanto esperaba que el trabajo saliese
bien? ¿Qué me habría costado, quinientos,
seiscientos pesos más?
Las demás cajas se hallaban apoyadas en
la mesa de roble que tenía detrás. El sitio era lo
que él denominaba su Estudio en Escarlata.
Cuando visitaron el pueblo por primera vez,
buscando un lote para comenzar a edificar, se
toparon con que la casa en la que pasarían los
mejores momentos de su vida, era una verdadera
Tardamos, pero nos volvimos a encontrar
ganga. Una fotografía en internet venía
acompañada de la leyenda: “Antigua pero
acogedora”. Pero nunca se presentaron con la
intención de comprarla, sino de acercarse y
corroborar la causa por la que podría ser tan
barata. Sin embargo no hallaron ni una alfombra
roída, ninguna puerta chirriante, ningún azulejo
partido. Todo estaba bien. Todo estaba
sospechosamente bien. Y cuando su mujer
descubrió el estudio, guiada por el agente
inmobiliario, la embelesaron las paredes rojas y
las cortinas del color del vino tinto.
Los años pasaron y ella quedó
embarazada de gemelos. Al llegar el día del parto
se
presentaron
severas
complicaciones.
Finalmente
mortales,
pero
sus
hijos
sobrevivieron. La explicación que más tarde pudo
darle uno de los médicos estuvo basada
principalmente en la persistencia de su diabetes y
en el tamaño que poseían ambos bebes. No hubo
nada que hacer y por ella mantuvo el cuarto tal
como estaba el día que obtuvieron la casa.
Arriba de la mesa de roble también
reposaban dos sábanas blancas, retazos de tela,
dos caretas de plástico transparente, tijeras y una
engrapadora. La fiesta de disfraces del instituto
estaba pronta a llevarse a cabo y sus hijos, Víctor
y Franco, los dos de nueve años, anhelaban ir con
atuendos de fantasmas, y era de esperar que el
trabajo de confeccionar los trajes recayera sobre
él, cosa que en el momento lo tomó desprevenido
pero con agrado, sin saber que un mes después
tendría que batallar con el fastidio de haber
arruinado la coherencia de uno de sus mejores
relatos.
Lo peor de todo era que los lectores
perdieran el hilo, la suspensión de la incredulidad,
como suele llamarse. Esa voluntad propia del
sujeto por dejar de lado las inconsistencias en las
que se ve empapado cuando lee y se deja llevar,
adentrándose en ese mundo ajeno que tiene entre
líneas y que se desenvuelve mediante las páginas
van pasando. El concepto de verosimilitud que
postula Aristóteles en su Poética, de que para
convencer, es preferible una mentira creíble a una
verdad increíble.
Pero la certeza absoluta era que el riesgo
de desconexión era inminente. Iría a pasar tarde o
temprano y él ya no podía hacer nada para impe-