Almayer 5
Destino/Obdulia Balderas Sánchez
Llegamos a la terminal del autobús que nos trajo de
Acapulco a Zihuatanejo. Es muy noche. La calle luce
solitaria. Cero puestos cerrados y ni un alma. Me
quedo parada junto a mis hijos y mi atado con libros y
mi maleta con ropa. No sé qué hacer, ni a dónde
dirigirme. Pregunto si aquí es Zihuatanejo y me
contesta el chofer del autobús flecha roja: sí señora
aquí es Zihuatanejo. Pasa un hombre con una carretilla
y le pregunto: ¿señor, usted sabe dónde puedo
quedarme a dormir con mis hijos? Y me dice: sí, yo la
llevo. Ni tardo ni perezoso tomó mis pertenencias, las
subió en la carretilla y nosotros lo seguimos.
Caminaba muy de prisa. Dentro de la casa, un cuarto
que tiene tres catres y dice: ahí puede dormir. Pago y
se va. Mis hijos y yo nos acostamos sin cenar. Nos
despertamos temprano y caminamos, estamos cerca
del muelle y toda la angustia de la noche anterior
desapareció. Ante nuestros ojos está la hermosa bahía
de Zihuatanejo que nos da la bienvenida en el año de
1968.
Recuerdos/
Despierto por las voces de mis hermanos mayores.
Están despidiendo a mi papá; se va a trabajar. Me bajo
de la cama y descalza corro hacia la puerta de salida.
Doy un paso para bajar los tres escalones de la entrada.
Son de madera. Mi pie se hunde en un hueco y en el
fondo tengo la sensación de algo tibio. Doy un grito y
mi padre, que ya se iba, se regresa. Me toma en sus
brazos y me dice: ¿qué te pasó? ¿por qué gritas? Yo
señalo el agujero y digo: ¡ahí! Mi padre me deja en el
piso, mete la mano en el hueco y saca una bola de
pelos con orejas que asustado corre, y saca otro y otro.
No sé cuántos son. No sé contar. Mi padre me dice:
míralos, son de la Nicolasa, están chiquitos. Yo los
miro entre asombrada y asustada como ellos que
corren buscando dónde esconderse.
(Fotografía: Jesús Baldovinos Romero)
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