TRAS LAS BAMBALINAS DEL CORPUS
No aprieta el calor esa tarde de finales de mayo. Sin embargo, la puerta del garaje se encuentra abierta de par en par. Con una discreta mirada al interior se haría obvio el deducir que para dar escape a la humedad que los mil doscientos kilos de sal provocan en el local, pues nos mostraría la montonera de sacos y también el ajetreo. Bosquejos perfilados sobre papeles de diferentes tamaños esparcidos por el suelo y dos mujeres que se afanan en matizar los últimos trazos de las filigranas. Innumerables tiras de goma eva, apiladas encima del entarimado de mesas, son recortadas por otras mujeres y llevan días haciéndolo. Apenas tienen un centímetro de ancho. Servirán para perfilar y acantonar, una vez pegadas con silicona, las figuras plasmadas en el papel. Una obsoleta hormigonera, con su giro renqueante y sonido machacón, va mezclando la sal con diferentes tintes, dotándola de una gama variada de colores que oscila desde los mates a los de viva tonalidad, necesarios para resaltar el relleno de los dibujos. Es reciente aún el acopio de margaritas silvestres y la incursión de prao en busca de espadaña y cenoyo en jornada agotadora, amén del trabajo cachazudo de separar las diminutas hojas de las ramas de un ciprés de reciente podadura, todo ello materia prima necesaria para el trabajo a realizar. La labor es ingrata, pues mucho es el tiempo robado al sueño preparando bocetos de mandalas y alfombras florales, y muchas las tardes de trabajo altruista, para apenas unas horas de disfrute cuando llegue el día. Pero no crean que todo son quehaceres fatigosos pues en el grupo predomina el carácter jocoso y socarrón que las caracteriza como candasinas. Y las que no lo son lo han adquirido con el paso de los años. Así que a pesar de lo desagradecida de la tarea ellas consiguen hacerla amena con aquel desparpajo rebosante de sorna en sus chanzas y la ironía mordaz de sus cotilleos. En la esquina de una mesa dos botellas de sidra ya vacías y varios platos con restos de pitanza dan fe del tapeo de media tarde. A veces son tortillas, a veces chipirones …, o embutido. Ibérico por supuesto. Faltaría más. Si no una tarta, o unos pastelinos, o un pudin. Para entretener el estómago que no todo va ser currar. Placer gastronómico, vamos, y a la operación verano que le den.
La implicación surgió tres años atrás. Al menos para algunas. Cierto es que las nacidas en la casa de la esquina del barrio de Santolaya solían ayudar, desde pequeñas, a sus madres en el esparcimiento de la espadaña y el cenoyo, pero con el fallecimiento de estas surgió la duda de si continuar, o no. Sabían de la solemnidad religiosa de la festividad: la exaltación del cuerpo y la sangre de Cristo, pero no fue esa la razón que las motivó a seguir. No son mucho de iglesia, salvo excepciones, que también. Realmente fue la ausencia lo que las impulsó. Las echaban de menos y era una forma de tenerlas presentes. De continuar con la costumbre maternal adquirida. Surgió el momento y lo hablaron:“ Seguimos con lo que ellas hacían o qué”. Y decidieron tirar `palante ´. Necesitaron refuerzos y afiliaron los suficientes. Tentaron, entre otras, a la sobrina de una de ellas, virtuosa hasta la excelencia en lo que a manualidades se refiere. La respuesta fue concisa en aquel momento:“ Acepto el reto, pero si solamente ye pa colocar espadaña y cenoyo entonces conmigo non conta-y. Tenemos que facer algo llamativo. Necesitamos subir el nivel”. Ya por entonces otras vecinas llevaban años colocando alfombras ornamentales en otras calles del pueblo y la pretensión era igualarlas y si acaso superarlas
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